István Örkény
Balada acerca del poder de la
poesía
Örkény és a telefon |
István Örkény
Balada acerca del poder de la
poesía
En el bulevar había una cabina telefónica. Su puerta
se abría y se cerraba con frecuencia. Las personas que entraban discutían sobre
asuntos de diversa índole, llamaban al Instituto de Vivienda, concertaban
citas, le pedían dinero prestado a los amigos o atormentaban con sus celos a
sus amantes. Una vez una mujer ya entrada en años, después de colocar en su
sitio el auricular, se apoyó en el aparato y lloró. Pero casos como ése sólo
sucedían raras veces.
Una tarde de verano iluminada por el sol entró el
poeta en la cabina. Llamó por teléfono a un jefe de redacción y le dijo:
—¡Ya tengo los
últimos cuatro versos!
Tomó un sucio trozo
de papel y en voz alta leyó los cuatro versos.
—¡Ay qué deprimente! —dijo el jefe de redacción—.
Reescríbe-lo de nuevo, de un modo más risueño.
El
poeta argumentó en vano. Luego colgó el auricular y se marchó.
Por un rato no vino nadie, la cabina se mantuvo
vacía. Luego llegó una mujer de edad madura, notablemente gorda, con pechos de
un considerable tamaño, vestida con un traje de verano en el que se dibujaban
grandes flores. Trató de entrar en la cabina.
La puerta resultó difícil de abrir. Al principio
pareció que no podría abrirse, pero luego de golpe lo hizo con tanta fuerza
que lanzó a la mujer hacia la calle. Y al próximo intento respondió de tal manera
que eso ya podía considerarse como una patada. La dama se tambaleó y cayó sobre
el buzón de correos.
Los pasajeros que
esperaban el autobús se agruparon en el lugar. De entre ellos se destacó un
hombre de aspecto enérgico, con un maletín ejecutivo en la mano. Intentó entrar
en la cabina, pero la puerta le
propinó tal golpe, que cayó cuan largo era sobre el pavimento. Más y más gente
se fue reuniendo, haciendo comentarios sobre la cabina, sobre el correo y
sobre la dama de las grandes ñores. Algunos creían saber que la puerta tenía
corriente de alta tensión; según otros, en cambio, la dama de las grandes
flores y su cómplice habían querido robar las monedas del aparato, pero fueron
atrapados a tiempo. La cabina se estuvo un rato escuchando en silencio estas
suposiciones carentes de toda lógica, luego se dio vuelta y, con pasos
tranquilos, se puso en marcha por la avenida Rákóczi. Como en la esquina la
luz del semáforo justo estaba en rojo, se detuvo y esperó.
La gente la siguió con la mirada, pero nadie dijo
nada, puesto que entre nosotros nadie se sorprende de nada, quizás sólo de las
cosas más naturales. El autobús llegó, se llevó a los pasajeros, y la cabina
se paseó alegremente a lo largo de la avenida Rákóczi, en esa soleada tarde de
verano.
Se entretuvo mirando las vidrieras. Se quedó un buen
rato frente a una floristería y algunos la vieron entrar en una librería, aunque
es posible que la hayan confundido con alguien. En un bar de una calle lateral
se tomó de un trago una copita de ron, luego se paseó por la orilla del Danubio
y después se dirigió a la isla de Margit. Entre los escombros del antiguo
convento vio a otra cabina telefónica. Siguió caminando, pero luego regresó,
cruzó al otro lado y, discretamente, pero con insistencia, empezó a coquetear
con la cabina de enfrente. Más tarde, cuando ya estaba oscureciendo, se metió
en medio de un parterre, entre las rosas.
Lo que sucedió o dejó de suceder durante la noche,
ahí entre los escombros, eso no se pudo averiguar, ya que en la isla el
alumbrado público es deficiente. Pero al día siguiente los transeúntes que pasaron
temprano por el lugar, notaron que sobre la cabina que estaba delante de los
escombros habían lanzado gran cantidad de rosas, rojas como la sangre. Durante
todo el día por el teléfono sólo pudieron realizarse llamadas equivocadas. De
la otra cabina no quedaba ni rastro.
Al amanecer había abandonado la isla y había cruzado
hacia Buda. Subió al monte Gellért y desde ahí ascendió, atravesando colinas y
valles, hasta la cima del monte de las Tres Fronteras, para luego descender por
el otro lado y seguir camino por la carretera. Nunca más se la volvió a ver en
Budapest.Fuera de la ciudad, más allá de las más lejanas casas de valle Fresco,
aunque más acá del municipio de Nagykovács, hay una pradera cubierta de flores
silvestres. Es tan pequeña que hasta un niño chico puede correr a su alrededor
sin sofocarse, y vive tan oculta en medio de los árboles de altos troncos como
una gota de agua. Es tan pequeña que no vale la pena ni siquiera segarla; de
manera que ya a mediados del verano las hierbas, los matorrales y las flores
alcanzan allí una altura que puede llegar hasta la cintura de la gente. Éste es
el lugar en el que acampó la cabina.
Los excursionistas que vienen los domingos se
alegran mucho cuando la ven. Algunos sienten ganas de tomarle el pelo a alguien
que todavía esté durmiendo el sueño de los justos, o se les ocurre llamar a
casa para que coloquen debajo del felpudo la llave que se les ha olvidado.
Entran en la cabina —la cual se ha ladeado un poco sobre el suave terreno— y,
mientras por la puerta se inclinan hacia dentro las flores silvestres de largo
tallo, levantan el auricular.
Pero el aparato no tiene línea. En su lugar sólo se
escuchan cuatro versos, tan bajito como si sonaran en un violín con sordina...
El aparato no devuelve las monedas que han sido
introducidas, pero hasta ahora nadie ha reclamado por ello.
(1968)
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