2013. július 2., kedd

«Poeta» ahogy Lilian Elphick (is) látja

István Örkény

Balada acerca del poder de la poesía

Örkény és a telefon


István Örkény

Balada acerca del poder de la poesía
En el bulevar había una cabina telefónica. Su puerta se abría y se cerraba con frecuencia. Las personas que entraban discutían sobre asuntos de diversa índole, llamaban al Instituto de Vivienda, con­certaban citas, le pedían dinero prestado a los amigos o atormenta­ban con sus celos a sus amantes. Una vez una mujer ya entrada en años, después de colocar en su sitio el auricular, se apoyó en el apa­rato y lloró. Pero casos como ése sólo sucedían raras veces.
Una tarde de verano iluminada por el sol entró el poeta en la ca­bina. Llamó por teléfono a un jefe de redacción y le dijo:
—¡Ya tengo los últimos cuatro versos!
Tomó un sucio trozo de papel y en voz alta leyó los cuatro versos.
—¡Ay qué deprimente! —dijo el jefe de redacción—. Reescríbe-lo de nuevo, de un modo más risueño.
El poeta argumentó en vano. Luego colgó el auricular y se marchó.
Por un rato no vino nadie, la cabina se mantuvo vacía. Luego lle­gó una mujer de edad madura, notablemente gorda, con pechos de un considerable tamaño, vestida con un traje de verano en el que se dibujaban grandes flores. Trató de entrar en la cabina.
La puerta resultó difícil de abrir. Al principio pareció que no po­dría abrirse, pero luego de golpe lo hizo con tanta fuerza que lanzó a la mujer hacia la calle. Y al próximo intento respondió de tal ma­nera que eso ya podía considerarse como una patada. La dama se tambaleó y cayó sobre el buzón de correos.
Los pasajeros que esperaban el autobús se agruparon en el lu­gar. De entre ellos se destacó un hombre de aspecto enérgico, con un maletín ejecutivo en la mano. Intentó entrar en la cabina, pero la puerta le propinó tal golpe, que cayó cuan largo era sobre el pa­vimento. Más y más gente se fue reuniendo, haciendo comenta­rios sobre la cabina, sobre el correo y sobre la dama de las grandes ñores. Algunos creían saber que la puerta tenía corriente de alta tensión; según otros, en cambio, la dama de las grandes flores y su cómplice habían querido robar las monedas del aparato, pero fue­ron atrapados a tiempo. La cabina se estuvo un rato escuchando en silencio estas suposiciones carentes de toda lógica, luego se dio vuelta y, con pasos tranquilos, se puso en marcha por la avenida Rá­kóczi. Como en la esquina la luz del semáforo justo estaba en rojo, se detuvo y esperó.
La gente la siguió con la mirada, pero nadie dijo nada, puesto que entre nosotros nadie se sorprende de nada, quizás sólo de las co­sas más naturales. El autobús llegó, se llevó a los pasajeros, y la ca­bina se paseó alegremente a lo largo de la avenida Rákóczi, en esa soleada tarde de verano.
Se entretuvo mirando las vidrieras. Se quedó un buen rato fren­te a una floristería y algunos la vieron entrar en una librería, aunque es posible que la hayan confundido con alguien. En un bar de una calle lateral se tomó de un trago una copita de ron, luego se paseó por la orilla del Danubio y después se dirigió a la isla de Margit. En­tre los escombros del antiguo convento vio a otra cabina telefónica. Siguió caminando, pero luego regresó, cruzó al otro lado y, discre­tamente, pero con insistencia, empezó a coquetear con la cabina de enfrente. Más tarde, cuando ya estaba oscureciendo, se metió en me­dio de un parterre, entre las rosas.
Lo que sucedió o dejó de suceder durante la noche, ahí entre los escombros, eso no se pudo averiguar, ya que en la isla el alumbrado público es deficiente. Pero al día siguiente los transeúntes que pa­saron temprano por el lugar, notaron que sobre la cabina que esta­ba delante de los escombros habían lanzado gran cantidad de rosas, rojas como la sangre. Durante todo el día por el teléfono sólo pu­dieron realizarse llamadas equivocadas. De la otra cabina no que­daba ni rastro.
Al amanecer había abandonado la isla y había cruzado hacia Buda. Subió al monte Gellért y desde ahí ascendió, atravesando co­linas y valles, hasta la cima del monte de las Tres Fronteras, para luego descender por el otro lado y seguir camino por la carretera. Nunca más se la volvió a ver en Budapest.Fuera de la ciudad, más allá de las más lejanas casas de valle Fres­co, aunque más acá del municipio de Nagykovács, hay una prade­ra cubierta de flores silvestres. Es tan pequeña que hasta un niño chi­co puede correr a su alrededor sin sofocarse, y vive tan oculta en medio de los árboles de altos troncos como una gota de agua. Es tan pequeña que no vale la pena ni siquiera segarla; de manera que ya a mediados del verano las hierbas, los matorrales y las flores alcanzan allí una altura que puede llegar hasta la cintura de la gente. Éste es el lugar en el que acampó la cabina.
Los excursionistas que vienen los domingos se alegran mucho cuando la ven. Algunos sienten ganas de tomarle el pelo a alguien que todavía esté durmiendo el sueño de los justos, o se les ocurre llamar a casa para que coloquen debajo del felpudo la llave que se les ha olvidado. Entran en la cabina —la cual se ha ladeado un poco sobre el suave terreno— y, mientras por la puerta se inclinan hacia dentro las flores silvestres de largo tallo, levantan el auricular.
Pero el aparato no tiene línea. En su lugar sólo se escuchan cua­tro versos, tan bajito como si sonaran en un violín con sordina...
El aparato no devuelve las monedas que han sido introducidas, pero hasta ahora nadie ha reclamado por ello.


(1968)

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